Cuando sentimos el golpe de un gran rechazo -como la infidelidad de un cónyuge, la herida por parte de un miembro de la familia, o la traición de un amigo cercano- puede que nos preguntemos si alguna vez encontraremos a alguien que nos ame de nuevo.
En un trauma emocional tratamos de encontrarle sentido a nuestro dolor. Hay un apremio constante a entender y explicar por qué sucede esta agonía. En ese momento podemos sentirnos tentados a responder al rechazo de maneras no saludables. Podemos sentir desprecio por nosotros mismos, por los demás y por Dios, o una combinación de los tres.
En el desprecio por nosotros mismos asumimos la plena responsabilidad del fracaso de la relación. Nos preguntamos: ¿Qué es lo que tengo que hace que la gente me deje? Dudamos de nuestro valor como persona y cuestionamos todo lo que tenga que ver con nosotros. Las dudas sobre nuestra capacidad de mantener una relación de amor nos perturba. Pensamos: Deben haber visto algo tan repulsivo en mí que nadie me puede querer. Por ejemplo, afrontar el rechazo de un cónyuge puede ser especialmente difícil cuando usted ve que otras parejas permanecen juntas a pesar de tener experiencias devastadoras. Nos preguntamos por qué nuestra propia relación no pudo pasar la prueba de las tribulaciones.
El desprecio hacia los demás es otra reacción que podríamos tener para tratar de explicar nuestro dolor. Hace a los demás plenamente responsables de la dinámica de la relación. Los vemos como malignos. Los descartamos diciendo: “Toda la culpa es suya.” O podríamos poner distancia entre los demás y nosotros y verlos con desprecio. Evitamos las relaciones estrechas porque creemos que no se puede confiar en nadie.
El desprecio hacia Dios le echa a Él la culpa de nuestro dolor. Razonamos que si Él tiene control de nuestras vidas y nos ama, ¿por qué no nos protegió de esa experiencia tan dolorosa? Los que de niños fueron rechazados por sus padres y víctimas de abuso, en particular, pueden tender a culpar a un Dios todopoderoso de su sufrimiento. El rechazo y la pérdida nos hacen dudar que Dios nos ame porque estamos enojados con Él por no protegernos y permitir que sucediera.
Al principio, el desprecio a nosotros mismos, a los demás y a Dios nos da resultado. Nos ayuda a mantener la fachada de que tenemos todo bajo control porque hemos “explicado” la razón del dolor. Ahora podemos seguir adelante con la vida, arreglando lo que podamos en nosotros y manteniendo a todo el mundo a distancia (incluyendo a Dios). Este apremio de controlar nuestro mundo es tan fuerte que preferiríamos odiarnos (el autodesprecio) a enfrentar el hecho de que no tenemos el control y puede que nos hieran otra vez.
Lo que suena atractivo del desprecio es que no exige afrontar más dolor. Evita sentir pena por la pérdida. Es como un sedante para el corazón y mantiene a los demás un poco alejados. A una persona herida eso le suena incitador, pero si alimentamos el desprecio llegaremos a la depresión, la soledad y la amargura.
Tenemos un miedo desesperado, porque para amar de nuevo debemos arriesgarnos a ser vulnerables y admitir que sí nos importa, por mucho que tratemos de adormecer nuestros corazones. Cuando estamos al final de nuestras fuerzas y empezamos a darnos cuenta de que el desprecio ya no nos da resultado, podemos optar por una mejor forma de lidiar con la vida. Dejar que los demás se nos acerquen y aprender a confiar de nuevo nos lleva por el proceso de la aflicción. A una persona que ha sido herida, la aflicción le puede sonar como una opción sádica. Pero la aflicción nos lleva por el camino de restaurar nuestra fe, abrazar una esperanza y abrirnos al amor.
La aflicción es importante porque nos lleva a clamar a Dios y así abrirnos a su sanidad (Salmo 34:17). Él es quien a la larga nos puede dar consuelo y protección (Salmo 61:3; Mateo 5:4). Cuando estamos afligidos afrontamos la verdad de que hemos sido heridos profundamente y que falta algo. Hay un hoyo en nuestros corazones que duele terriblemente.
Tal vez no se sienta así al principio, pero la sanidad empieza cuando enfrentamos la tristeza y la desilusión por la pérdida de nuestras esperanzas y sueños. Tendemos a evitar nuestros sentimientos (es decir, la profunda tristeza), porque tenemos miedo de que nos consuma, de que nunca encontremos consuelo. Pero si actuamos por fe, “nos arrojamos” sobre el Señor en dependencia y clamamos a Él, Él será la roca que nos salve de las abrumadoras olas del dolor (Salmo 34:18). El consuelo de Dios nos da esperanza, una esperanza de un futuro más brillante y de amor otra vez. No vale la pena vivir la vida sin una esperanza. Las Escrituras dicen que Dios nos llena de esperanza (Romanos 15:13). También reconoce la vitalidad y necesidad de la esperanza (Salmo 119:116; 147:11).
El proceso de crecimiento es difícil porque nos envuelve en una batalla agonizante entre la fe y la duda. Cuando la duda empieza a llevarse lo mejor de nosotros nos vemos tentados a desistir. El desprecio nos seduce a medida que peleamos en medio de una intensa emoción y preguntas. Irónicamente, al resistir el desprecio y entrar en este oscuro valle de emociones es cuando comenzamos a ver cómo se profundiza nuestra fe.
Cuando vemos nuestra fe profundizarse y recordamos la manera como Dios obra en nuestras vidas, la esperanza aumenta. La esperanza nos da la motivación de amar, que es el elemento más importante en la vida del creyente (Mateo 22:37-40; 1 Corintios 13:13). El amor abre nuestros corazones a escuchar la verdad acerca de nuestros puntos fuertes y débiles (1 Corintios 13:6). El amor suaviza nuestros corazones hacia los demás, cultiva el perdón, y nos ayuda a afrontar las vigas en nuestros propios ojos antes de mirar la paja en el ojo de nuestro hermano (Mateo 7:3-5).
No podemos pelear solos esta batalla. Necesitamos hablar con amigos cristianos fuertes que puedan recordarnos la verdad de que Dios nos ama. Es importante tener amigos que nos den libertad y apoyo cuando enfrentamos la duda y las fuertes emociones. Puede que necesitemos buscar la ayuda de un buen consejero bíblico durante esta difícil etapa. Y llenar nuestra mente de la verdad de la Palabra de Dios nos fortalecerá. Meditar en las Escrituras nos equipará y hará que nuestra fe crezca.
Las respuestas no saludables al dolor del rechazo inhiben una vida de gozo, paz y amor. Pero responder al rechazo de manera saludable, afligiéndonos honestamente y clamando a Dios, puede fortalecer nuestro carácter, profundizar nuestra fe, y permitir que Dios cambie y sane nuestros corazones. Podemos aprender a abrazar la visión esperanzada de que Dios está haciendo algo bueno en nuestras vidas, incluso en medio de un rechazo que nos rompa el corazón (Romanos 8:28).