Para un creyente, los pecados inconscientes son un preocupación grave, pero no deben ser una causa de temor de que Dios los abandonará o los juzgará. Debido a que todos somos pecadores por naturaleza, nacidos en un mundo caído, todos somos culpables de pecado no intencionado. Sin embargo, nos encontraríamos en una situación desesperada si Dios nos exigiera que estuviésemos conscientes de cada pecado específico en nuestra vida, y que luego lo confesáramos, a fin de mantener nuestra comunión con Él. Esto sería imposible para nosotros en nuestra condición limitada y caída.
La ley del Antiguo Testamento indica que Dios considera al pecado inconsciente diferente al pecado consciente. La ley prescribía sacrificios por los pecados cometidos por ignorancia o debilidad y sin premeditación (Levítico 4:2-3, 13-14). Sin embargo, la ley del Antiguo testamento no proveía de sacrificios por el pecado consciente:
Mas la persona que hiciere algo con soberbia, así el natural como el extranjero, ultraja a Jehová; esa persona será cortada de en medio de su pueblo. Por cuanto tuvo en poco la palabra de Jehová, y menospreció su mandamiento, enteramente será cortada esa persona; su iniquidad caerá sobre ella (Números 15:30-31).
El Nuevo Testamento también hace una clara distinción entre el pecado premeditado y el pecado inconsciente:
Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá (Lucas 12:47-48).
Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado (Juan 15:22).
Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad (1 Timoteo 1:13).
Aunque la Biblia hace la distinción entre el pecado consciente e inconsciente, cuando pusimos nuestra fe en Jesucristo por primera vez, Él nos declaró «justificados». Él nos perdonó en un sentido legal y judicial. Hizo esto de una vez por todas, perdonándonos de cualquier pecado y de todos nuestros pecados: pasados, presentes, y futuros; conscientes e inconscientes.
Sobre la base de esta posición legal, Dios nos ha aceptado de una vez por todas en Su familia eterna (Romanos 5:1). Ahora bien, aun cuando pecamos (ya sea consciente o inconscientemente) estamos en una nueva relación con Él. Ya no debemos temer la condenación y el juicio de Dios. Cristo nos ha habilitado para ser hijos e hijas de Dios, sin enfrentar nunca más la condenación por el pecado. Sin embargo, aunque ya no necesitamos temer el juicio por el pecado, éste sigue interfiriendo en nuestra relación con Dios y con las demás personas, y algunas veces es necesario que Él nos discipline como un Padre firme pero amoroso.
No debemos preocuparnos por nuestro pecado inconsciente. Aunque éste tiene efectos destructivos en nuestra vida, hay tanto pecado morando dentro de nosotros que no podemos esperar quedar libres de su influencia al instante. Sin embargo, necesitamos mantenernos humillados ante el hecho de que pecamos de muchas maneras que no detectamos, y estar dispuestos a confesar y a renunciar a cualquier pecado que el Espíritu Santo saque a la luz de nuestra conciencia. Nuestro Padre celestial está listo para reparar la pérdida de comunicación y la separación personal que se da cuando nos resistimos a Él y hacemos lo que mejor nos parece (1 Juan 1:7,8). Pero para disfrutar del beneficio total de la relación con Él, tenemos que estar de acuerdo con Él en lo que respecta al pecado. Y sería sabio seguir el ejemplo del Rey David, y orar diciendo: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» ( Salmo 139:23-24).
Escrito por: Dan Vander Lugt