Puede haber momentos en que los padres se vean obligados a levantar la voz. A veces los padres necesitan captar la atención de un hijo inmediatamente porque el hijo está en grave peligro. Por ejemplo, puede que los padres tengan que gritar para detener a un hijo que está a punto de cruzarse en el camino de un auto en marcha. Sin embargo, en la mayoría de los casos, es malo gritar a un hijo.

Los gritos intimidan y asustan a los niños. Producen sentimientos de ansiedad e inseguridad, y si se grita cuando se está enojado, puede que el niño se pregunte si sus padres realmente lo aman. Las palabras apresuradas y descuidadas gritadas con ira despiertan hostilidad e inculcan temor y desaliento en los niños (Proverbios 15:1; Efesios 6:4; Colosenses 3:21). Los gritos airados quebrantan el espíritu de un niño porque comunican: “Yo soy grande, tú, pequeño. Yo soy fuerte y tú débil.”

Con el tiempo, este tipo de control destruye el sentido natural de valía del niño. El niño empieza a creer que es débil e impotente. Por otro lado, el Señor Jesús nos mostró cómo tratar a los niños con amabilidad. Sin hablarles de una forma que los intimidara ni les creara temor, los invitó a que se acercaran a Él (Mateo 19:14).

Algunos padres gritan para descargar su rabia. Puede que estén enojados porque se sienten impotentes en una situación. O, puede que estén enojados por cosas que no tienen nada que ver con el niño. Gritar es una forma de evitar lidiar con los problemas de una forma respetuosa y directa. Esto viola el principio bíblico de decir la verdad en amor (Efesios 4:15).

Los gritos no motivan a los hijos a obedecer por buenas razones. Más bien tienden a hacer que el niño obedezca exclusivamente por temor, el temor de perder la relación. Los padres deben hacer a los hijos conscientes del hecho de que una mala conducta y actitud puede traer consecuencias negativas. Ese es un freno legítimo. Pero nunca deberían hacer que un niño crea que sus actitudes o acciones darán como resultado la pérdida del amor de uno de los padres. Un niño a quien se le grita regularmente se siente inseguro del amor de sus padres. Cuando le gritan, el niño se siente rechazado, y con el tiempo comienza a creer que el amor de sus padres depende de su buena conducta.

Todos los padres cometen errores y gritan de vez en cuando. Sin embargo, los padres buenos piden a Dios que les ayude a reconocer cuando están equivocados (Salmo 139:23-24). Están dispuestos a entender y aceptar la manera en que su ira puede hacer daño a sus hijos. Cuando reconocen su pecado, se disculpan y se esfuerzan para reafirmar a sus hijos el amor que les tienen.