Cuando era niño, aprendí a portarme bien cuando los adultos me premiaban por la buena conducta y me castigaban por las malas maneras. Este sistema funcionaba bastante bien porque el premio o el castigo se aplicaban inmediatamente después del comportamiento, lo cual vinculaba perfectamente la causa con el efecto. Sin embargo, cuando me convertí en adulto, la vida se fue complicando y las consecuencias de mis acciones no siempre fueron inmediatas. Al proceder mal y no meterme en problemas, comencé a pensar que a Dios no le importaba lo que yo hacía.
A los hijos de Israel les sucedió algo parecido. Cuando desobedecieron al Señor y no sufrieron resultados adversos de inmediato, dijeron: «Ha abandonado Jehová la tierra, y Jehová no ve» (Ezequiel 9:9). Esto indicaba que creían que Dios había perdido el interés en ellos y que no le importaba que se portaran mal. Pero estaban equivocados. Cansado de sus caprichos, al final Dios dijo: «No se tardará más ninguna de mis palabras, sino que la palabra que yo hablé se cumplirá» (12:28).
Cuando Dios pospone la disciplina, no se debe a la indiferencia, sino que es el resultado de Su propia naturaleza: misericordiosa y lenta para la ira. Algunos consideran esto como una actitud permisiva ante el pecado; sin embargo, la intención del Señor es que sea una invitación al arrepentimiento (Romanos 2:4).